EE.UU.- En enero, en su tercer día en el cargo, el presidente Donald Trump ordenó liberar documentos de los Archivos Nacionales relacionados con los asesinatos de John F. Kennedy, su hermano Robert y el reverendo Martin Luther King. Como Trump declaró en campaña: “Han pasado 60 años, es hora de que el pueblo estadounidense conozca la VERDAD”.La verdad es que nada en los archivos va a disipar la niebla de hipótesis, rumores y especulaciones que se arremolina en torno a estos asesinatos. Los asesinatos de la década de 1960 —el del presidente Kennedy en particular— siguen siendo la fuente y el paradigma del pensamiento conspirativo moderno, un estilo de argumentación con el que el actual presidente está apasionadamente comprometido. Cualesquiera que sean los detalles que surjan ahora, es poco probable que zanjen los debates en curso, los cuales versan menos sobre lo que ocurrió en Dallas en 1963 (o en Memphis y Los Ángeles cinco años después) que sobre el carácter del Estado estadounidense y la naturaleza de la propia realidad.
¿Kennedy fue asesinado por la mafia? ¿Por la CIA? ¿Fue una víctima temprana y liberal de lo que el conservadurismo moderno ha nombrado el Estado profundo? Mucha gente lo cree, y puede que haya preguntas sin respuesta en torno a su muerte. Pero hay una delgada línea entre el escepticismo y la paranoia, entre las conjeturas razonables y la invención descabellada. La imaginación estadounidense a menudo gravita hacia el lado más extremo de esa línea, y el asesinato de Kennedy fue una de las conmociones que nos empujaron a sobrepasarla.En 1963, ya íbamos en esa dirección. La sospecha formaba parte de la atmósfera de los años de la Guerra Fría, cuando lo que el propio Kennedy denominó la “lucha crepuscular” entre Estados Unidos y la Unión Soviética se vio acompañada por el rápido crecimiento del estado de seguridad estadounidense, que descansaba a partes iguales en el papeleo y el secretismo. Durante los años de McCarthy, el Sputnik y los escándalos de los concursos, la paranoia estaba en el aire.
El asesinato de Kennedy se integró casi inmediatamente en una estructura narrativa que ya había aflorado en la cultura popular y en la política, un modo de narración que trataba los acontecimientos públicos como expresiones de complots secretos. La novela de suspenso de la Guerra Fría de Richard Condon El candidato de Manchuria (publicado en 1959 y adaptado por Hollywood en 1962) y la novela de intriga experimental de Thomas Pynchon V se encuentran entre los ejemplos más conocidos de este estilo paranoico en la ficción estadounidense anterior al asesinato. (La expresión “estilo paranoico” procede de un influyente ensayo sobre el conspiracionismo político del historiador de la Universidad de Columbia Richard Hofstadter, pronunciado originalmente como conferencia poco antes del asesinato y publicado en Harper’s en 1964).
Ese mismo año, el informe de la Comisión Warren concluyó enfáticamente que Oswald fue el único tirador y el único responsable del asesinato de Kennedy. Sin embargo, el informe hizo cualquier cosa menos cerrar el caso. A lo largo de los años siguientes, la comisión se vio sometida a una corriente constante de revisionismo y refutación, llevada a cabo primero por periodistas y políticos y más tarde, quizá de forma más decisiva, por novelistas y cineastas.
Las versiones de la contranarrativa se filtraron a través de novelas y películas desde finales de la década de 1960, y cobraron fuerza en las de 1980 y 1990. Asesinos S.A. (1974), de Alan J. Pakula, aunque no trata explícitamente sobre Kennedy, presenta un panorama desolador y cínico de una élite estadounidense que devora a los suyos, dedicada solo a la conservación del poder y la militarización del engaño. Winter Kills de Condon, publicada en 1974 y llevada al cine cinco años después, es una variación oscuramente cómica de este tema, que atribuye la muerte de una figura similar a Kennedy a la podredumbre moral y la deshonestidad congénita de una clase dirigente que él había encarnado y traicionado.
Los desastres de Vietnam y Watergate, junto con las revelaciones sobre las actividades encubiertas de la CIA y el FBI, alimentaron una desconfianza hacia el Estado que se intensificaría tanto en la izquierda como en la derecha. Desde ambos bandos se consideró el asesinato como un acontecimiento central de la historia secreta de nuestro tiempo, un hilo suelto que, cuando se tirara de él, desenredaría una madeja de siniestras tramas en las que estaban implicadas agencias de inteligencia, la mafia, Howard Hughes, J. Edgar Hoover, Lyndon B. Johnson y diversas organizaciones clandestinas y actores misteriosos. La moraleja acumulada de estas historias era que nada era lo que parecía, y que las instituciones estadounidenses eran cuevas de traición y engaño.
En la comedia de béisbol de 1988 La bella y el campeón, el Crash Davis de Kevin Costner, en un monólogo que define al personaje, declara: “Creo que Lee Harvey Oswald actuó solo”. Eso es lo que diría un protagonista romántico inteligente, sexy y maduro interpretado por una estrella de cine prometedora. Tres años más tarde, Costner protagonizó JFK, de Oliver Stone, en el papel de Jim Garrison, el fiscal del distrito de Nueva Orleans de la vida real que llevaba un caso que implicaba a una vasta red de conspiradores, incluido el sucesor de Kennedy, Johnson. “Estamos a través del espejo”, dijo. “Lo blanco es negro y lo negro es blanco”. En 1991, eso era lo que diría un justo guerrero de la verdad interpretado por un doble ganador del Oscar.
El espíritu de la época de la conspiración estaba cambiando. Entre La bella y el campeón y JFK, Don DeLillo publicó Libra, su novela sobre Lee Harvey Oswald; Norman Mailer publicó su El fantasma de Harlot, de 1300 páginas, que pretendía ser el primer volumen de una crónica del espionaje estadounidense moderno que cosería el asesinato de Kennedy en una historia más amplia de operaciones encubiertas y traiciones; la Unión Soviética se derrumbó.
Ahora todo era un crimen interno. El asesinato de Kennedy seguiría siendo una fuente de fascinación por sí misma —afianza la sinóptica trilogía Underworld USA de James Ellroy y figura en la trama de numerosas novelas sobre espionaje y crimen organizado— y también se convertiría en una plantilla, un modelo para explicarlo todo.
A finales de la década de 1990, floreció internet, se estrenó Matrix en los cines y se aceleró la normalización del pensamiento conspirativo. El mundo en línea posterior al 11-S está repleto de “truthers”, escépticos libres que dudan por reflejo de lo que parece ser el relato obvio de los hechos. Que, por ejemplo, agentes de Al Qaeda secuestraron aviones contra el World Trade Center; que un hombre armado masacró a profesores y niños en una escuela de Connecticut; que Joe Biden ganó las elecciones de 2020 limpiamente; que seguidores de Donald Trump asaltaron el Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021.
En las redes sociales proliferan escenarios alternativos rebuscados y absurdos —que implican banderas falsas, operaciones encubiertas, máquinas de votación hackeadas y maquinaciones del Estado profundo— que se convierten en la base de pseudoinvestigaciones alimentadas algorítmicamente.
Las teorías espurias pueden refutarse una y otra vez —en los medios de comunicación, en testimonios jurados del Congreso, en los tribunales civiles y penales—, pero esa verificación de datos a menudo tiene el efecto de amplificar las falsedades. No es solo que no estemos de acuerdo en los hechos o en lo que significan, sino que carecemos de una definición común de lo que es un hecho. La desconfianza generalizada en la autoridad y la experiencia nos convierte en agentes libres epistemológicos, inventándonos el mundo a medida que avanzamos por él. Solo hacemos preguntas, realizamos nuestras propias investigaciones optimizadas por motores de búsqueda, nos amontonamos en comisiones Warren ad hoc de nuestra propia invención.
La navaja de Occam, el venerable principio filosófico según el cual la explicación más verdadera es probablemente la más sencilla, ha sido desechada. Vivimos en la era de la motosierra de Occam, en la que la respuesta preferida es la que hace más ruido y genera más escombros.
Richard Hofstadter advirtió que “hay una gran diferencia entre localizar conspiraciones en la historia y decir que la historia es, en efecto, una conspiración”. La historia reciente incluye a mucha gente que dice exactamente eso, de formas que hacen que el viejo estilo paranoico parezca completamente sensato.
Para cambiar la metáfora, puede parecer que el paisaje cívico no es más que madrigueras de conejos. Los conejos nunca volverán a meterse en los sombreros. La paranoia, en la definición de Hofstadter —en una frase que tomó prestada del historiador británico LB Namier— implicaba la falta de “un sentido intuitivo de cómo no suceden las cosas”, un sentido de que la historia se desenvuelve dentro de unos parámetros que se pueden conocer. Ese arraigo en la realidad se ha visto gravemente socavado, y ningún depósito de documentos va a restaurarlo.