viernes, 18 de febrero de 2011

Individual de Miguel Fernández en Galería Eusebio Francisco Kino-Instituto Sonorense


Por Elisa Amparo
Editora de Artes, Cultura y Espectáculos

MEXICO.- Zhuangzi, pensador fundante del taoísmo, explicaba que las cosas del mundo que creemos conocer no existen sino al ser nombradas, pero al hacerlo, las extraemos del fluir del mundo. La tradición de pensamiento de la que deriva Occidente privilegiando la razón y el saber se funda en el nominalismo y la diferenciación. Lo cierto es que existimos en el lenguaje y de ello depende nuestra posibilidad de compartirlo. Por ello es posible pensar que los nombres de las cosas tienen el potencial de recrearse como movilidad en el proceso creativo. Esta cualidad es la que rondan las búsquedas del joven artista Miguel Fernández (Hermosillo, Sonora, 1986).
La obra que compone su primera muestra individual parecería estar animada sobre diversos niveles ¿siempre un tanto desdibujados¿ entre las cosas y la funcionalidad de sus nombres. Invocando la figura del flâneur benjaminiano, Fernández camina la ciudad como quien descubre un territorio improbable. Obras como sus obstrucciones de espacios entablan un diálogo de tintes monológicos ¿tan irreverente como vencido¿ con el entorno urbano. A diferencia de la obra de referente obligado para su generación entre artistas como Gabriel Orozco y Francis Alÿs, en su relación con la ciudad y sus objetos, Fernández se juega sobre el territorio de lo encontrado la apuesta del lenguaje, evidenciando en un solo gesto la futilidad de la acción en el absurdo de lo construido. En su andar desocupa espacios, o bien, los invade; desdobla y reconstruye superficies y fondos para revertir su carácter utilitario; al hacerlo no interviene solamente la materialidad del objeto sino que reta la esencia misma del lenguaje como designación. Sus gestos invasivos y sutiles devienen suficientes en su impermanencia para alterar el orden estanco de lo cotidiano-conocido.
Situándose a una inteligente distancia de la estrategia meramente descontextualizadora de ciertas variantes prácticas y conceptuales adoptadas en el arte contemporáneo después de Duchamp, Fernández parece interesado en develar las capas que subtienden el camino entre el objeto y el arte, entre el original y la copia, entre el signo y el referente imponiendo en su caso otras lecturas posibles sutilmente sugeridas en su fuerza contenida, como sucede con el Cráter. Sus juegos de reflejos, velaciones y transparencias entre los que suceden instantes como Debajo del vidrio y Forma pura, desarticulan la distancia entre la percepción y la significación; estas imágenes-huella recuerdan las interrogantes que Derrida lanzó sobre la fenomenología de Husserl. Desestructurando sus reducciones ideales, el autor de la Voz y el fenómeno (1967) preguntaba si la fuerza de repetición del presente que se re-presenta como signo (en el lenguaje o en el mundo) era tal quizá porque no había sido jamás presente a sí mismo. Esta distancia siempre en sustracción entre la presencia y su representación es acaso eso `invisible¿ que Fernández retrata cuando sigue una Línea de luz o esquina en una Burbuja de vacío. Ejercicios que hacen tangible la huella retencional que funda a la fotografía, señalando en paralelo esa no-identidad consigo del presente viviente que a veces confiesan las cosas (in)nombradas.
Atendiendo esa dislocación de los sentidos asentados sobre el lenguaje y sus formas de simbolización, Barthes aseguraba que la descripción no era sino un intento por expresar lo mortal propio del objeto. La obra de Fernández se acuerda, pues no precisa agregar planos de sentido a los objetos y situaciones. El impulso que enlaza sus ordenamientos y acumulaciones detenta la consigna posmoderna de la saturación como vaciado de sentido. Observando las pequeñas muertes de la connotación sería una forma corta de narrar su proceso de trabajo; trasuntos, reinserciones, transliteraciones habitadas al gesto compartido de una ¿cierta intrascendencia con una composición clásica¿, según el propio artista ha descrito parte de su obra.
Antes de terminar, la muestra de Fernández nos lleva a un Cuarto blanco cuya experiencia física no hace sino comprobar el carácter mortal del objeto al ejercicio de la mirada desnudada del lenguaje, llevando al extremo la insuficiencia descriptiva de nuestras propias posibilidades. Sentados y solos dentro de un cuarto vaciado de imágenes, salvo aquellas de la conciencia, la mirada del visitante asume su desnudez. Sobreexpuesto, nuestro cuerpo nulificado parece ahora obligado al reverso de la espera del lenguaje siendo ahora él quien espera ser nombrado. Pero, debería ya de saberse, el blanco enuncia la ausencia más violenta de todas, aquella que en apariencia se cubre de excedida visibilidad.
Entre una inteligente selección de fotografía, dibujo e instalación, la muestra Imposturas de Miguel Fernández inhabilita la eficiencia del sentido evidente en acciones aparentemente incoherentes (re)colocando aquí y allá los cuerpos de las cosas al fondo de una reaparecida interrogante sobre las posibilidades del vacío, del inocuo instante sostenido y del resquebrajamiento de sentidos estacionarios caminando en torno a un piso desenterrado y recompuesto que parecería revertir esa desintegración luminosa del tiempo de lo visible de la que nos ha hecho conscientes

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